domingo, 28 de diciembre de 2008

Sorane en el reino de las crisálidas (III)

El cielo cambió de color, a un violeta denso matizado con reflejos rosas y anaranjados. Un abismo quebró sus pasos, en lo que parecía el fin del mundo. El suelo desapareció bajo sus pies, el vértigo sacudió su estómago y la empujó a tierra, necesitaba aferrarse a ella antes de perderla de vista. Entonces surgió de entre las cortinas de niebla un ave gigantesca, un águila de alas tan grandes que parecían cortinas que cerraban el día. Dio tres vueltas en el aire antes de posarse en el borde de la sima. No habló, clavó sus ojos en los suyos y movió ligeramente la cabeza indicándole que subiera a su espalda. Así lo hizo, hundiéndose en el suave lecho de plumas, a las que se sujetó con fuerza. Atravesaron las nubes moradas, y tomando un pedazo de una de ellas, lo metió en su boca, lo saboreó y lo tragó. Un intenso sabor a fruta adamascada se apoderó de sus sentidos, y por un instante, se proyectaron en su mente imágenes de tiempos que habrían de llegar, extraños sueños de mariposas humanas, de telarañas de filigrana, de castillos de marfil erguidos en el cielo, de niños de cabeza enorme sobre diminutos cuerpos cubiertos de escamas, de amaneceres con 3 soles que competían en brillo y luminosidad, de mares en cuya superficie caminaban seres de cuerpo transparente… cuando abrió los ojos, la noche había engullido todo atisbo de color, y en medio de la oscuridad, como un oasis en el que refugiarse, se erguía una gran roca de cuarzo verde que emitía una extraña luz que extendía su brillo como una luna anclada en el suelo. Allí fueron a parar, sus pies ingrávidos buscaban la tierra firme, pero un espeso calor la empujaba hacia arriba. Guardó en la bolsa de cuero la pluma blanca que le entregó su bienhechora antes de perderse de nuevo entre la bruma. Y así, flotando sobre aquel ambiente onírico, continuó en busca de una nueva señal que le indicase por dónde seguir...




Incluso si debo soltar tu mano
sin poder decirte hasta mañana
nada deshará nunca nuestros lazos...
Incluso si tengo que irme lejos
cortar puentes, cambiar de tren
el amor es más fuerte que la pena...
El amor que hace batir nuestros corazones
exaltará este dolor
transformará el plomo en oro...
Te quedan tantas cosas bellas por vivir...
Verás al final del túnel
dibujarse un arco iris
y reflorecer las lilas...
Tienes tantas cosas bellas ante ti...
Aunque me encuentre en la otra orilla
hagas lo que hagas, te suceda lo que te suceda
yo estaré contigo como otras veces...
Aunque partas a la deriva,
el estado de gracia, las fuerzas vivas
volverán antes de lo que crees...
En el espacio que une el cielo y la tierra
se oculta el más grande de los misterios
Como la bruma que vela la aurora
hay tantas cosas bellas que aún ignoras...
la fe que mueve montañas
la fuente blanca de tu alma
Piensa en ello cuando duermas:
EL AMOR ES MAS FUERTE QUE LA MUERTE...

martes, 16 de diciembre de 2008

Sorane en el reino de las crisálidas (II)

Faltaban apenas 9 días para que se hiciera la noche en el día. Sorane había esperado este momento cientos de años.
Cuando dudaba, acariciaba la piedra azul que la acompañaba desde sus días de princesa del océano, clavada en la cajita de madera donde dormía la tristeza sin ser cautiva. Y aquella le susurraba melodías, de una belleza demoledora, grabadas entre sus vetas por las hermanas acuáticas, para ayudarla a recordar el camino.
Si el cansancio hacía mella en sus piernas, las ondinas surgían de las aguas y vertían en sus labios aquel elixir verde que la llenaba de vitalidad. Y la animaban a seguir adelante, pues los lazos que las unían eran muy fuertes, y ningún embrujo podría romper ese vínculo.
Hermosos valles y escarpadas montañas debía atravesar. Ella confiaba, y la vida le devolvía su fe en forma de regalos que la ayudaban a avanzar. Ante sus ojos se extendían interminables llanuras doradas por el sol, de espigas que peinaba el viento. Un mar de trigo que se tornaba un desierto casi infranqueable para la cansada viajera. Entonces, ante ella apareció un unicornio blanco con pezuñas y crin de plata, engalanado con una preciosa silla de seda y terciopelo, ribeteada con esmeraldas y rubíes. Se postró ante la joven y le rogó que montara sobre su lomo. Y, sujetando las riendas de madreselva, atravesaron aquel páramo en un abrir y cerrar de ojos. Y despidió a su amigo con un abrazo, sintiendo en su interior el profundo dolor que arrastraba aquel mágico ser en su eterno vagar por aquellos parajes, ayudando a los viajeros perdidos a cruzar al otro lado. Y así aumentaba la tristeza, que empezaba a pesar demasiado en su bolsillo de lana… El unicornio lloró una lágrima de sangre, que se convirtió en rubí, y que entregó a Sorane para que lo guardara en el zurrón que habría de llevar hasta el reino de las crisálidas...


viernes, 12 de diciembre de 2008

Sorane en el reino de las crisálidas (I)

Sorane caminaba en el río, el agua por los tobillos, el frío era tan intenso que si el pez diablo que habitaba aquel arroyo la mordiera no sentiría sus dientes atravesar la piel. Disfrutaba con el chasquido de los pies al romper la quietud del espejo plateado que guardaba imágenes tan diferentes. Los largos cabellos envolvían el cuerpecillo de nácar, el viento los quería para sí y la hacía zozobrar.

La tristeza en el bolsillo, en la cajita de madera. Se dirigía al reino de las crisálidas, donde habría de entregársela a la reina oscura para que rompiera el maleficio. Este se perpetuaba en el tiempo, nadie alcanzaba a recordar cuando ocurrió aquella desgracia, al atardecer de un extraño día naranja en que el sol se escondió por unos instantes tras una profunda máscara negra. En que las aves perdieron el rumbo, las mareas se detuvieron y sólo los cíclopes entendían aquellos extraños sucesos.

Irguiéndose desde el fondo del océano, el gigante de barro hizo temblar el mundo cuando caminaba en busca de la heredera del arrecife blanco, la sirena silenciosa de labios de coral y mirada perdida. Soñaba con viajar al país de los humanos, pasear por los bosques y conocer a las criaturas que los poblaban.
Cuando el coloso la encontró, sentada sobre una roca, cantando a las gaviotas en aquel idioma extraño, le entregó una caja de ébano, con una lágrima de lapislázuli incrustada en la superficie. Y le habló así: “Querida niña, ha llegado el momento de entregarte la llave del destino que tanto has llamado. Ahora no será un sueño, y no podrás cerrar los ojos pensando en volver a la paz del mar. Cuando la llave gire en la cerradura, algo cambiará para siempre, la tristeza quedará liberada de su cautiverio y la servirás por el resto de tus días a cambio de que tu deseo se vea cumplido. Podrás vivir entre los humanos como uno de ellos, pero tu corazón llorará hasta el final de los tiempos, pues como castigo a tu desprecio por el designio de los dioses, habrás de vagar en el mundo de los hombres eternamente, añadiendo al tuyo el sufrimiento de tantas vidas que se crucen en tu camino. Sólo en el día 7 del año 999 de la era de vulcano habrá una oportunidad para cambiar el curso del destino, cuando el sol se oculte de nuevo, cuando las aves vuelvan a perderse y las mareas se detengan otra vez. Y la sirena tomó la llave, la introdujo en la cerradura de bronce y la giró, liberando una tristeza a la que habría de custodiar sin tregua, en el devenir que se iniciaba tras este ritual...




martes, 2 de diciembre de 2008

El sabor de la sal

La sal se pegaba en su delicada piel al evaporarse las lágrimas. Su rostro de alabastro se tensaba entonces, huyendo de la muerte. La lengua tanteaba el espacio alrededor de unos labios fríos y tersos como una ciruela madura, buscando ese gusto salobre que la devolvía al mar. Pesaba tanto la tristeza… Ni siquiera el cielo era capaz de asomarse, envuelto en una náusea blanca. También su estómago sintió la sal, se revolvió, quiso huir, pero ¿de qué?

Aquella cabeza aplastada bajo las ruedas de un mal sueño hirió su memoria de ninfa ajena al tiempo; sólo le quedaba desaparecer… Quizás en un coche, precipitándose a ninguna parte, deprisa, deprisa, más deprisa… La noche era un gran vientre donde perderse, como un océano que la esperaba con los brazos abiertos. Un anhelo cuyas raíces se remontaban a tiempos olvidados de los hombres, crecía en su interior como un monstruo de Miyazaki, devorándolo todo. No, no era malo, nada es lo que parece. Era solo una gran sombra insatisfecha, a la que había que cuidar, mimar, pues era el hilo de oro si no se desbordaba, el gran maestro, la fuente de la que siempre manaba sabiduría.

Mariposas blancas levantaron los hilos para elevarla sobre su destino. Su cuerpo ya no era su cuerpo, había olvidado su camino. Las rosas rojas del jardín se cerraron sobre sí mismas desafiando a lo previsible, y clavaron sus espinas al viento, que derramaba su gemido como se esparce la lluvia sobre el suelo.

El intenso brillo de sus ojos lo había robado años atrás un duende, triste y taciturno, para calentar su hogar. Y sin la luz vagó sobre la faz de la tierra buscando en el rocío de las flores, en la miel de los besos fugaces, en las danzas alrededor del fuego, incluso intentó alcanzar una estrella… ‘Pero niña’-le decía el gran sapo de la ciénaga de estaño- ‘no es ahí donde la hallarás, sino en el silencio oscuro. Allí se oculta la verdad esquiva que el duende que no se atreve a ser mago te niega y se niega. En el rincón más profundo de su cueva él se encoge, intentando retenerla en su seno, alimentándose a medias con esa exigua llamita a punto de extinguirse. Entonces será tarde, una capa de hielo lo cubrirá todo, helará nuestros corazones, pintará los abetos y la nieve de azul, y borrará el arco iris que aún hoy asoma tímido en el horizonte’.