jueves, 26 de agosto de 2010

Cuando el sol se bañó en el mar

Dios pintó el mar cobalto, bermellón y dorado para regalarles la despedida más hermosa. Juntos, fundidos en un abrazo invisible, sus voces se elevan al cielo en un solo canto. Los niños más felices regresan del olvido, grabando sobre la arena una nueva memoria que ha de permanecer ajena al tiempo.
Un disco rojo, como un corazón gigante que sigue el ritmo de sus latidos, tiembla sobre el horizonte azul, derramando lágrimas de oro que se posan en su piel mientras desaparece para dejar paso a la noche. Noche incierta que invita a un nuevo sueño, que promete arroparlos con su aliento y mantener viva esa llama que se encendiera días atrás. Para no apagarse nunca.

Sorane los sentía a todos, y a cada uno vibrar dentro de sí. Los percibía en su esencia más profunda, sin dejar de ser ella. entrañables momentos, salpicados de un Ribeiro que desataba aún más sonrisas y confidencias. El tiempo pasaba en una noche para ellos eterna. Los ojos de Angie repartían la sabiduría de siglos, que un día se enredó en sus cabellos trenzados, entre hilos de plata y ébano. Sara era la sonrisa, la bondad más cálida, la amistad entrañable en la que refugiarse cuando la soledad embiste. Ella sabe, más de lo que imagina,  y pizpireta, danza a la luna con alegría y confianza.

Su querida Andrea se aferraba con fuerza a la tierra al compás de Chavela. De su brazo y del de Mário, Sorane se dejó mecer entre cantos y risas, caminando con paso firme sobre la orilla que les conducía hacia delante, hacia un mañana de más luz. Pero mientras tanto, disfrutaban del camino.
Suzane, Amália, Flávia... estrellas lusas que prendieron en su alma como alfileres de luz. El fado que resuena allá al fondo, cuando cerraba los ojos, cuando recuperaba el silencio... ahora tenía nombre.
Habían vivido un nuevo nivel de conciencia, todos lo habían experimentado. Habría un antes y un después de aquella puesta de sol, de aquel encuentro junto al mar de Galicia. Un trozo de sus corazones permanecería allí, bajo la arena, donde el Sol y la Luna lo mecerán cada día.
Y allí, frente a la inmensidad del Atlántico, sentada sobre el manto dorado que se extiende a sus pies al caer el Sol, hay un momento, un instante precioso en que cesa el rumor de las olas, y el viento acalla su murmullo. Y como una caricia, aquel canto se posa de nuevo en su alma...

2 comentarios:

María dijo...

¡Qué bonito! Qué suerte haber participado del momento.

Rayanne Albuquerque dijo...

Te estoy siguiendo,