
Nos deja en el hotel Center 1, muy cerca del casco histórico. Nos tambaleamos al salir del coche ¡El está tan campante! “Luis, por favor, intenta que nos recoja otro conductor a la vuelta, a Carmen le sudaban las manos…”.
Me preocupaba este viaje. No estoy en la mejor forma, me cuesta sentir ilusión por las cosas, y lucho contra esa sensación, esa náusea pegajosa que te envuelve despacio pero con fuerza, y de la que es difícil desprenderse. El destino me invita a mover los hilos y bailar ¿Porqué no?
El recepcionista nos pone al corriente de la red de transportes de Roma en un tiempo record. En 5 minutos sabemos qué bus coger para ir al Coliseo, el metro para el Vaticano, el tranvía si se tercia, las visitas básicas para estos días, los billetes combinados para ir y venir alegremente… El señor es realmente amable. Y subimos ¡si parece la habitación de Ricitos de Oro! Qué mona con sus tres camitas, espacio para la euritmia, una gran ventana y unas toallas en el baño a las que se les debió caer el rizo en un mal momento… pero si parecen sábanas…

Animadas y pizpiretas vamos en busca del 3 que nos llevará al Coliseo, tras comprar los billetes en un Tabaco. El tráfico es ruidoso, aunque fluido. Enseguida descubrimos que cruzar las calles supone un acto de valor increíble, o una temeridad. Los pasos de cebra se adivinan por las intermitentes líneas blancas medio borradas sobre la calzada; ninguna señal vertical los anuncia, nadie se para. Ponemos cara de susto, de turistas despistadas, pero no funciona. Será mejor esperar a que cruce algún lugareño y seguirle muy de cerca para poder contarlo.

Las motos se multiplican a cada paso, parecen enjambres que recorren la ciudad dibujando una estampa ajena al tiempo. Lo invaden todo, aparcamientos interminables las acogen, cientos de vespas, una tras otra. Huele a años 50 y 60, Vacaciones en Roma, La dolce vita… Quizá en el próximo viaje me alquile una para moverme mejor. A Merche no le parece muy buena idea, y no vamos a discutirlo ahora.
Qué grande el Coliseo, qué raro verlo ahí, en medio de tanto tráfico, imperturbable. Curiosa convivencia que al principio me cuesta entender. La luz no es bonita esta tarde, las fotos no van a salir bien, y aún así, mi cámara tiene hambre y empieza a tragar una imagen tras otra. Hoy toca callejear, los grandes monumentos los dejamos para mañana. Ahora entiendo lo de las colinas de Roma, cada tramo es una cuesta, las calles tienen extraños desniveles, terrazas arriba, coches abajo, pasarelas de un lado a otro…

Buscamos el Moisés, oculto del bullicio en S. Pedro in Víncoli. La cólera en su máxima expresión, contenida en aquel rincón gris, si quieres luz introduce 50 céntimos en la maquinita, la figura se iluminará unos segundos, parece que se va a levantar… Quién diría que en ese recoveco nos espera tanta belleza. La estatua infunde un respeto profundo que exige una mirada reposada y atenta, un estar allí prolongado, cojo el manto que me regala Miguel Angel y me envuelvo con él, me reconforta, Seguimos camino por las bellas calles de la ciudad eterna, la luz es tan melancólica... Hoy Roma es en blanco y negro, con mil grises intermedios, mil matices para descubrir tras cada esquina, mil dibujos posibles. Escalinatas, arriba y abajo, alguna flor en los balcones, fachadas de colores desvahídos. Una cálida bruma arropa el ambiente, la florista la esquiva bajo ciclámenes y crisantemos. Los pies se mueven deprisa, el rostro besa la brisa húmeda, huele a mar.

Y aparece el Foro de Trajano, magnífico, ya usaban el cemento en el s. II d.C. Junto a la pequeña y preciosa Iglesia de Santa Maria di Loreto, se yergue la columna de Trajano, bellísima, grandiosa, 40 m de espiral surcada de relieves, la victoria de romanos contra dacios... el S. Pedro que la corona rompe la armonía, qué papas tan caprichosos. Columnas jónicas sostienen a curiosas gaviotas que hacen un alto en el camino. Sin darnos cuenta nos vemos sumergidas en un pasado muy remoto. Pero el sueño se interrumpe con el Victoriano, algo estridente, que grita tras las sobrias ruinas en la desangelada Plaza de Venecia. Los carruajes esperan pasear a los turistas, los kioskos de pizzas y helados salpican el espacio, cierta calma preside este caos, a pesar del ruidoso tráfico, de la ensordecedora sirena de la ambulancia, de las obras en aquel monumento…
Plaza de Venecia, qué torbellino, los ojos van de un lado a otro sin saber dónde detenerse, qué mezcla de tiempos distintos.
En la Vía del Corso, un bus nos lleva hasta la Fontana de Trevi, qué bonita. La placeta está atestada, una inesperada manifestación de ciclistas viene a completar el aforo, no cabe una mosca.
Nos detenemos en un local de apuestas, compramos un boleto de la Super Enealoto, quizá tengamos suerte. Los mismos souvenirs aquí y allá, los conocemos todos. Camisetas de fútbol, coliseos y lobas capitolinas de escayola, bolas de vidrio con nieve y la fontana de Trevi dentro, animalitos de cristal de murano, rosarios de cuentas de colores, pulseras con crucifijos, tazas serigrafiadas, calendarios con mil motivos, medallas de santos, láminas de los frescos de Miguel Angel…
Es casi de noche cuando llegamos a la Plaza de España, el cansancio empieza a hacer mella en nuestras sufridas piernas, y no nos atrevemos con la gigantesca escalinata. Cientos de turistas llenan esta improvisada grada, los carabinieri siempre en grupos de 3 ó 4 discutiendo animadamente, sus uniformes me parecen anticuados, el gorro en particular. La bandera española ondea en un balcón, quizás de la embajada. Qué algarabía, que manera tan bonita de despedir al día, el sol sonríe mientras bosteza.
Bajamos por Vía Condotti, qué paisaje tan pintoresco, me siento como un pulpo en un garaje… Louis Vuiton, Prada… de verdad hay gente que paga esas barbaridades, lo estamos viendo. Nuestro objetivo es el Tíber, que atravesamos por el puente Cavour, dejando atrás el Ministerio de Justicia y el Mausoleo de Augusto. Empieza a refrescar, la luna se enciende, menos mal, los romanos son muy parcos a la hora de iluminar las calles. El arcángel Micael preside el castillo de San Angelo o mausoleo de Adriano; según la leyenda, el ángel terminó con una plaga que asolaba la ciudad en el siglo VI. Un poco más abajo, el Vaticano, no parece tan grande desde aquí…
Hay que volver, mañana hay mucho que ver. Se nos echó la hora encima, en nuestro afán de aprovechar al máximo. Volvemos en bus hasta Plaza Venecia, pero ya es tarde para coger el 3… y el 85… y el 8… cualquier autobús. Así que a seguir gastando suela, con el frío incrustado en los huesos y completamente agotadas. Pillamos un 85 que nos deja muy lejos del hotel, nos toca atravesar toda la via Manzoni, las aceras del todo oscuras, siniestros personajes asoman de vez en cuando, sentados en algún banco. Decidimos continuar por el asfalto, a pesar del peligro de ser atropelladas (que aquí es altísimo). Por fin llegamos, extenuadas. Ahora mismo, no cambiaría por nada del mundo mi camita de sábanas blancas.