
Tras un vuelo bastante agitado, aterrizamos en Fiumicino. Estos pilotos no son como los de antes, parece que conducen un convoy de ganado. Estoy muy mareada, mi cuerpo está sensible absolutamente a todo. Nuestro chófer nos espera en la zona de llegadas, cartelito en mano, ‘Elena Rosa Cruz’. En un primer momento nos pasa desapercibido ¡Ah! Está ahí, es un tipo curioso, bajito, con extrañas gafas de sol, pelo desordenado y una tez que Baco pintó de rojo. Como el asno de Shrek cuando saltaba “¡Estoy aquí!””¡Yo, yo… estoy aquí!”… intenta llamar la atención elevando la cartulina para que podamos verle. Ya en el coche, y como voy sentada delante (por lo del mareo), no me percato enseguida de la situación, pues voy hablando con mis amigas y no estoy pendiente de la circulación. Hasta que en la primera sacudida, el cinturón me deja sin respiración, y casi sin algo más ¡mi estómago no está para esto! Las caras de Merche y Carmen me explican todo. Nos guía un auténtico piloto suicida, un loco del volante, un… ningún semáforo se le resiste, los peatones que esperen, la dirección prohibida queda para esos tontos de ahí… increíble, lo nunca visto… prefiero no mirar, abro un ojo y vamos derechos contra la mediana de la autopista, el carril se termina y él se empeña en pasar junto a otros 2 vehículos, donde sólo cabe uno… Aaaay, cierro los ojos esperando el golpe, como en el accidente de Bangkok… pero no, salimos ilesas de la aventura, aún no me explico cómo, debe haber muchos ángeles velando por nosotras.
Me preocupaba este viaje. No estoy en la mejor forma, me cuesta sentir ilusión por las cosas, y lucho contra esa sensación, esa náusea pegajosa que te envuelve despacio pero con fuerza, y de la que es difícil desprenderse. El destino me invita a mover los hilos y bailar ¿Porqué no?
El recepcionista nos pone al corriente de la red de transportes de Roma en un tiempo record. En 5 minutos sabemos qué bus coger para ir al Coliseo, el metro para el Vaticano, el tranvía si se tercia, las visitas básicas para estos días, los billetes combinados para ir y venir alegremente… El señor es realmente amable. Y subimos ¡si parece la habitación de Ricitos de Oro! Qué mona con sus tres camitas, espacio para la euritmia, una gran ventana y unas toallas en el baño a las que se les debió caer el rizo en un mal momento… pero si parecen sábanas…
Qué grande el Coliseo, qué raro verlo ahí, en medio de tanto tráfico, imperturbable. Curiosa convivencia que al principio me cuesta entender. La luz no es bonita esta tarde, las fotos no van a salir bien, y aún así, mi cámara tiene hambre y empieza a tragar una imagen tras otra. Hoy toca callejear, los grandes monumentos los dejamos para mañana. Ahora entiendo lo de las colinas de Roma, cada tramo es una cuesta, las calles tienen extraños desniveles, terrazas arriba, coches abajo, pasarelas de un lado a otro…
Y aparece el Foro de Trajano, magnífico, ya usaban el cemento en el s. II d.C. Junto a la pequeña y preciosa Iglesia de Santa Maria di Loreto, se yergue la columna de Trajano, bellísima, grandiosa, 40 m de espiral surcada de relieves, la victoria de romanos contra dacios... el S. Pedro que la corona rompe la armonía, qué papas tan caprichosos. Columnas jónicas sostienen a curiosas gaviotas que hacen un alto en el camino. Sin darnos cuenta nos vemos sumergidas en un pasado muy remoto. Pero el sueño se interrumpe con el Victoriano, algo estridente, que grita tras las sobrias ruinas en la desangelada Plaza de Venecia. Los carruajes esperan pasear a los turistas, los kioskos de pizzas y helados salpican el espacio, cierta calma preside este caos, a pesar del ruidoso tráfico, de la ensordecedora sirena de la ambulancia, de las obras en aquel monumento…
Plaza de Venecia, qué torbellino, los ojos van de un lado a otro sin saber dónde detenerse, qué mezcla de tiempos distintos.
En la Vía del Corso, un bus nos lleva hasta la Fontana de Trevi, qué bonita. La placeta está atestada, una inesperada manifestación de ciclistas viene a completar el aforo, no cabe una mosca.
Nos detenemos en un local de apuestas, compramos un boleto de la Super Enealoto, quizá tengamos suerte. Los mismos souvenirs aquí y allá, los conocemos todos. Camisetas de fútbol, coliseos y lobas capitolinas de escayola, bolas de vidrio con nieve y la fontana de Trevi dentro, animalitos de cristal de murano, rosarios de cuentas de colores, pulseras con crucifijos, tazas serigrafiadas, calendarios con mil motivos, medallas de santos, láminas de los frescos de Miguel Angel…
Es casi de noche cuando llegamos a la Plaza de España, el cansancio empieza a hacer mella en nuestras sufridas piernas, y no nos atrevemos con la gigantesca escalinata. Cientos de turistas llenan esta improvisada grada, los carabinieri siempre en grupos de 3 ó 4 discutiendo animadamente, sus uniformes me parecen anticuados, el gorro en particular. La bandera española ondea en un balcón, quizás de la embajada. Qué algarabía, que manera tan bonita de despedir al día, el sol sonríe mientras bosteza.
Bajamos por Vía Condotti, qué paisaje tan pintoresco, me siento como un pulpo en un garaje… Louis Vuiton, Prada… de verdad hay gente que paga esas barbaridades, lo estamos viendo. Nuestro objetivo es el Tíber, que atravesamos por el puente Cavour, dejando atrás el Ministerio de Justicia y el Mausoleo de Augusto. Empieza a refrescar, la luna se enciende, menos mal, los romanos son muy parcos a la hora de iluminar las calles. El arcángel Micael preside el castillo de San Angelo o mausoleo de Adriano; según la leyenda, el ángel terminó con una plaga que asolaba la ciudad en el siglo VI. Un poco más abajo, el Vaticano, no parece tan grande desde aquí…
Hay que volver, mañana hay mucho que ver. Se nos echó la hora encima, en nuestro afán de aprovechar al máximo. Volvemos en bus hasta Plaza Venecia, pero ya es tarde para coger el 3… y el 85… y el 8… cualquier autobús. Así que a seguir gastando suela, con el frío incrustado en los huesos y completamente agotadas. Pillamos un 85 que nos deja muy lejos del hotel, nos toca atravesar toda la via Manzoni, las aceras del todo oscuras, siniestros personajes asoman de vez en cuando, sentados en algún banco. Decidimos continuar por el asfalto, a pesar del peligro de ser atropelladas (que aquí es altísimo). Por fin llegamos, extenuadas. Ahora mismo, no cambiaría por nada del mundo mi camita de sábanas blancas.