Nala tardó un mes en superar la dependencia física hacia él. 30 días que había contado uno a uno, latiendo con fuerza tras el manto de nieve y ausencia que la envolvía. 30 días amordazando sus ganas de correr a buscarle. 30 días de encontrar su mirada cada vez que cerraba los ojos, falso mar que le impedía conciliar el sueño. 30 cartas que nunca le enviaría. 30 días... Nala había conseguido mantener una sonrisa en su rostro abatido, haciendo equilibrios sobre el hilo por el que discurría su vida. De tanto bailar en el filo de la navaja, había aprendido a no caer ni hacia un lado ni hacia el otro. David Darling interpretaba la banda sonora de este momento, arrancando lamentos de un cello profundo como el destino. Gemidos de una belleza desgarradora en la que veía reflejada la melancolía que la embargaba. Las estelas blancas del piano de Ketil Bjornstad recorrían su piel como afiladas uñas, recordándole el velo que la separaba del amado instrumento. Hace ya un mes que sus manos quedaron petrificadas por el frío.
Y sólo ahora, tras este mes de lucha por no sucumbir a las olas negras del olvido, se daba cuenta de que haría falta mucho, mucho tiempo para despegarle de su alma. Estaba aferrada a ella como las noches de verano a los cantos de los grillos noctámbulos, como las raíces de los viejos robles al murmullo del agua, como las estrellas temblorosas a los ojos soñadores. Los sueños rotos cortaban su garganta, se clavaban en su mirada, que sangraba lluvia de sal sobre ríos de recuerdos perdidos. El podría irse lejos, muy lejos de su lado, pero no le arrebataría el amor. El amor era suyo, era un preciado tesoro que permanecería allí, ajeno a él. Y seguiría creciendo dentro de su cajita de plata incrustada de rubíes, seguiría creciendo mientras el corazón latiera, mientras el sol despertase cada mañana, mientras quedara una sola semilla de color prendida en la oscuridad.
Cuando él le entregó la carta, aquel fatídico 31 de diciembre, ella comprendió que nunca la había amado. No podía. Llevaba tanto tiempo perdido entre las murallas que construyó su ego, que se olvidó de mirar al horizonte tras el que se ocultan los sueños. Paralizado mucho tiempo atrás, encadenado por el miedo a la ausencia, decidió dejar de vivir, aunque nunca lo supo, pues su conciencia la acallaban los embriagadores cantos de esas falsas sirenas. Su yo estaba retenido en alguna parte, los días de vino y rosas lo mantenían dormido a la espera de tiempos mejores donde construir realidades, tiempos que nunca llegarían.
Aquella daga de la novela de Philip Pullman cortaba el aire abriendo ventanas a otros mundos, como el amor consiguió conectar aquellas dos almas situadas en existencias tan distintas como irreconciliables. En una tensión desgarradora mantuvieron un abrazo imposible que devoraba las ganas de crecer. Aquel "No me interesa tu vida, no quiero formar parte de ella" se clavó para siempre en la memoria de Nala con puñales de furia. Furia de Nael hacia sí mismo, que la niebla que velaba su entendimiento herido mil años atrás, le impedía comprender. Y le empujaba a destruir la belleza que le mataba, pues sentía no poseerla, y en esa tiránica lucha prefería dispararle a ella esa bala grabada de frustración, tratando de borrar todo lo que no se atrevió a ser.
30 días y 30 noches que arrancaron de aquel 31 de diciembre cuyo descanso iluminara la poderosa diosa de la luna, enmarcada por la magia de un eclipse cuyos efectos Nala conocía bien. Una ocasión única para enfrentarse al destino, donde la línea del tiempo se rompe y el pasado es uno con el presente y el futuro. Donde lo que se decida entonces será para siempre. Donde tras morir de nuevo, cual crisálida envuelta en la seda de la esperanza, Nala renovaría sus fuerzas para resurgir frente al mundo llena de una luz transformada que ningún ser oscuro se atrevería a apagar.
3 comentarios:
Me gusta.
QUE CHICA MAS GUAPA
no has cambiado desde la ultima vez que te vi
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