lunes, 21 de diciembre de 2009

... Y cada día vuelve a amanecer

Me gusta el amanecer. Es dura la partida cada mañana, en medio de la noche. Pero cada día nos espera una sorpresa escondida al final del asfalto. Y así, al bajar desde Torrelodones por esa larga alfombra gris encendida de rojo y blanco, los ojos se preparan para empaparse bien de cada exquisita sensación.

Ayer, la ciudad languidecía bajo una sábana indefinida, que atravesaban las cuatro torres como cuatro afiladas agujas que pinchaban el cielo derramando su sangre magenta. Un brillo sobrecogedor se extendía hacia los lados y hacia arriba, en una explosión de color que hubiera enmudecido al mismo Goethe. Las tinieblas son derrotadas una vez más. Profundos suspiros expresan el alivio ante el nuevo resurgir de la luz. Aguerridos púrpura y rosa ilustran la batalla, tiñendo nuestras expectativas de una resplandeciente esperanza. La sensación permanece muy hondo, creo que para siempre.

Hoy, tras el letargo de la espera, me sacude el asombro al contemplar de nuevo el cielo. Muy lejos queda el arrebatado carmesí que nos sobrecogía ayer. Hoy, la ciudad se resiste a despertar, apenas se asoma a través de la mullida colcha de apretadas nubes que velan su sueño. Mi alma se siente arropada, todo mi ser despierta, y aquel somnoliento pensar se imbuye de una serena claridad, tan añorada.

Gracias, Maya, por tirar del hilo de oro cuando empiezo a perderme en el laberinto. Me ayudas a recordar que la vida es maravillosa.

Despierta, tiemblo al mirarte;
dormida, me atrevo a verte;
por eso, alma de mi alma,
yo velo mientras tú duermes.
G.A. Bécquer

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