martes, 29 de julio de 2014

La aceptación, o cruzar el puente

Hoy me sucedió algo que me ha ayudado mucho, más que a comprender, a interiorizar algo que sí, estaba en mi cabecita, a nivel intelectual, pero ahora bajó adonde realmente se resuelven las cosas. Sin saberlo, en esa frenética marcha, mis pies llevaban el recado al corazón.



Me desperté temprano, había mucho que resolver y quería aprovechar la mañana. Una ducha templada y un té caliente para terminar de abrir los ojos, antes de ir a buscar el coche, que llevaba varios días en el mismo sitio. Cuál fue mi sorpresa cuando llego al lugar donde esperaba encontrarlo y el vehículo no se encuentra allí ¡No está!¡No puede ser! Estaba bien estacionado, no ha podido llevárselo la grúa... No puedo creer que me hayan vuelto a robar el coche. Aquella sensación de años atrás vuelve a pellizcar mi estómago: Vacaciones de verano en el Mediterráneo, volvía de patinar con los niños y el coche no estaba donde lo había dejado. No apareció. Bueno, sí... un año después en Alemania.

Esta vez decidí tomarme la situación con calma: varias respiraciones profundas y una sonrisa. Al fin y al cabo ¿Qué podía ocurrir que fuese tan grave?¿No tener coche?¿Que tuviese que venir alguien a ayudarme para ir a comprar?¿Pagar una multa? No era suficiente para estropear una bonita mañana de verano. Me puse a caminar hacia la comisaría estoicamente, e intenté ocupar la mente con cosas agradables. Una vez allí, me informan que el vehículo ha sido trasladado a otro lugar con motivo de una fiesta local (los dichosos cohetes que sonaban anoche, pensaba yo). Me indican que lo localizaré en la misma avenida donde estaba aparcado, pero en otro punto que no me pueden precisar en ese momento. Bueno, pues allá voy...

El sol empieza a apretar, retomo el camino andado y vuelvo sobre mis pasos, esta vez con una mirada más atenta hacia fuera, sin perder de vista lo de dentro... Me daré prisa para que me cunda el día. Con paso firme, recorro la avenida de un extremo a otro. Por segunda vez. Y por tercera. Las sandalias empiezan a echar humo, el sudor resbala en mi frente... Me duelen los pies y empiezo a marearme. El termómetro marca 35ºC, el sol muerde y el coche no aparece. Llamo al 092: “Lo siento muchísimo, ha habido un error, el compañero le indicó una dirección errónea, la buena es esta: ...” Me quedo a cuadros. Y me armo de paciencia, muuuucha paciencia. Varias respiraciones conscientes y paso ligero para terminar con esto lo antes posible, aún puedo llegar a tiempo para comprar esas flores... Me dirijo hacia donde me acaban de indicar, por el derecho y por el revés, bordeo la manzana, las calles anexas, las rotondas 500 metros a la redonda, y antes de desfallecer, me 'arrastro' hasta la comisaría como un alma en pena. El coche tampoco está donde me indican la 2ª vez. Por mi aspecto podrían haber pensado que me había atropellado un tranvía, de no ser porque no hay ninguno en Pontevedra. No sin antes respirar profundamente, vuelvo a dirigirme al agente, y exhausta, aunque muy educadamente, le pido que me devuelvan mi coche o me lleven a donde se encuentra, que apenas le queda suela a mi sandalia y que si no quieren llevarme a urgencias por insolación no me mareen más. El hombre se da cuenta y me confirma que hubo un error por su parte, no leyó la información completa... está desolado y por fin me indica con pelos y señales el lugar exacto del estacionamiento. Despeinada, envuelta en una mezcla de sudor y dignidad, la falda torcida y los pies como botas, me despido amablemente para reemprender el camino. Total, 300 metros más o menos, no van a impedir que pierda los nervios. Paso ligero, intento caminar por la sombra, sonrisa en ristre y rumbo al coche, que ahí está, tan pancho, como si la cosa no fuera con él... Hacía mucho que no disfrutaba tanto al volante.

Y me preguntaba ¿Porqué esto?¿Qué tengo que aprender de esta experiencia? Lejos del 'Pobre de mí.. lo que me faltaba ahora...' lo ocurrido tenía que tener algún sentido. Así que observando, lo encontré:

A veces hacemos todo lo que está en nuestra mano para intentar resolver un problema. Ponemos todo de nuestra parte, nos esforzamos, buscamos y empleamos recursos, nos damos prisa, tratamos de ser positivos. Todo ello sin que decaiga el ánimo, con una sonrisa en el rostro. Lo intentamos, una y otra vez, pero el problema no se resuelve. Y pensamos '¿Qué estoy haciendo mal?' '¿Qué dije, o que no dije, para que las cosas pudieran ser de otra manera?' 'A lo mejor si hubiera hecho... o si hubiese dejado de hacer...' Y la culpa se instala como Perico por su casa.

Eso es lo que he aprendido hoy, que aún haciendo todo lo que se puede hacer, a veces las cosas no se resuelven, porque no dependen sólo de nosotros, sino que hay otros factores implicados, en este caso otras personas, varios errores que nos tocó sufrir... Y que hay que aceptar lo que viene, sin más. Con esto no quiero decir que no haya que actuar, todo lo contrario. Pero aún haciendo todo lo que creemos que debemos hacer, la situación se resolverá como el destino, las demás personas implicadas, y hasta el tiempo dispongan. Y esa aceptación es necesaria para seguir caminando, para no perder la sonrisa, y para mantener la fe en uno mismo.

Y esa aceptación nos conduce al punto donde acabó el anterior artículo: al amor incondicional, primero hacia nosotros y luego al otro, a amar lo que vemos, y no sólo lo que queremos ver. Y eso me hace recordar cuanto amo a mis hijos, a mi familia, a mis amigos, a las personas que ya no están en mi vida y a las que están entrando, a las personas que sonríen, a las que lloran, a mis alumnos, al vecino que saluda amable en la escalera y al que refunfuña... Amor y gratitud por tanto como recibo y aprendo cada día.


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