miércoles, 20 de enero de 2010

El tren se detiene...

Me encantan las estaciones. Sus enormes estructuras de hierro, los trenes entrando y saliendo lentamente, los viajeros de toda clase y condición deambulando de acá para allá. Despedidas y reencuentros. Risas y lágrimas. Abrazos e indiferencia... Hay mil detalles que acaparan la mirada: cristales rotos por donde se filtra el agua, rincones oscuros donde quizá habiten silenciosas criaturas, vigas de madera que se apilan en los andenes, edificios decadentes que parecen haber sido concebidos así, vías que se cruzan y entrecruzan en laberintos sin fin, viejos vagones abandonados... El tiempo que parece condensarse en forma de bruma que hoy vino a visitarnos, si pudiera hablar cuántas historias nos contaría. El ayer y el mañana parecen confluir aquí, en este espacio atemporal donde nacen y se disipan miles de sueños.

Necesitaba estar conmigo y no lo dudé un instante: fuera donde fuera, iría en tren. Miles de veces soñé con coger uno sin saber adónde iría, me dejaría sorprender por el destino, quizá por eso me perdí tantas veces, suspendida en mis ensoñaciones equivocaba la línea y me percataba de ello después de haber recorrido una considerable distancia... Ya no me sucede, ahora estoy aquí, donde yo decido.
Me gusta el traqueteo rítmico que me mece en mi asiento. Me gusta leer durante el trayecto. A veces prefiero escuchar las conversaciones de la gente, recuerdo hace algunos años, aquella entre una madre y su hija adolescente, su historia me hizo llorar: - Mamá, tienes que dejarlo, no puedes seguir haciéndote daño así... - Sí, hija, lo sé. Pero es tan difícil... Me siento tan vacía sin el alcohol...- Mi pequeño mundo se desvanecía, ante el dolor más bello.

El tren se va deteniendo, el 'buuummm... buuuuumm...' se hace cada vez más lento. Estamos entrando en Chamartín en este día extraño en que no acaba de amanecer. Y en medio de esta penumbra anodina, fantasmales edificios van quedando atrás: las gigantescas torres han sido decapitadas por la niebla. Mis ojos las buscan pero sólo encuentran un cielo espeso y opaco pintado de blanco. Me siento como la Chihiro de Miyazaki adentrándose en el túnel de aquél iniciático viaje. Atrás quedará una vida, como la piel de la serpiente, y crecerá otra con más color y luz.

El vagón se detiene. Las puertas se abren 'chsssssssss'. Tengo tantas escenas de cine en mi memoria... pero no echo de menos a nadie a la llegada, sólo quiero encontrarme a mí. Los pies toman tierra, siento de verdad ese suelo que llama a caminar. Recorro las calles de la ciudad mientras la lluvia se desliza por mi rostro y empapa mis cabellos, el frío no es muy intenso y recibo el agua como una caricia del cielo. Las luces de los coches brillan sobre el asfalto. El aire parece limpio a pesar de la bruma que arropa las azoteas. Los edificios sonríen. Las calles serpentean tratando de esquivar mil y una excavaciones, los peatones apenas alcanzan a seguirlas. Disfruto de cada paso, incluso sobre el barro: charcos, asfalto, tierra mojada... Me gusta el olor del aire cuando llueve, y el contacto de la brisa sobre mi cara, que mira hacia arriba como una planta sedienta, mientras cientos de paraguas multicolores caminan a mi alrededor. Un té humeante me espera en ese café, y hoy me regalaré el pecado más dulce, el de chocolate y avellanas. Me hundo en el cálido sillón rojo intenso que me espera al fondo de la sala... hummmm, qué parada tan reconfortante antes de seguir caminando. Fuera, el alegre bullicio salpica cada esquina. Los instrumentos de aquélla tienda de música parecen sonar al ritmo de la ciudad.

Calada hasta los huesos, feliz de poder sentir así, con aspecto de trágica heroína escapada de algún drama, me dirijo hacia mi objetivo: Las Lágrimas de Eros. No podía ser otro.


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