lunes, 18 de enero de 2010

Las etapas evolutivas del niño

de Bernard Lievegoed

El gran Hermes Trismegisto dijo que “lo que está abajo es como lo que está arriba y lo que está arriba es como lo que está abajo”. Una vez más viene a mi encuentro esta verdad que lo dice todo. Ahora, en forma de un precioso libro que me cuenta cómo se desarrolla el niño, cómo la evolución es ascendente al tiempo que se hunde en las profundidades del abismo.

En crecimiento rítmico, como la planta goetheana, el niño baila con la Naturaleza, interioriza el Mundo, lo digiere y lo recrea; va desplegando su corporalidad y su psique mediante contracciones y expansiones, rellenándose los estratos profundos del alma con estas metamorfosis que lo alimentarán siempre.

En su sabiduría, la naturaleza va construyendo nuestro cuerpo a medida que necesitamos uno u otro órgano. El pedagogo ejerce un papel vital como observador de esta evolución tripartita del pensar-sentir-querer, pues será él quien determine si un niño está o no preparado para ir afrontando los sucesivos retos educativos. Sólo la comprensión pormenorizada de los aspectos relacionados con este desarrollo podrá establecer lo que la pedagogía debe aportar en cada momento: “cada cosa a su tiempo”, como una guía que de forma natural vaya conduciendo las tendencias y facultades que posee el niño. Como el jardinero que cuida un árbol, lo guía, lo poda un poco, lo alimenta… el maestro conducirá a sus alumnos a través de su sensibilidad y profundo conocimiento de ellos, para que todas sus energías se desarrollen, deviniendo cada uno un microcosmos a imagen del universo.

Su evolución podemos contemplarla desde muchos puntos de vista, desde el 3, desde el 4… lo cuál irá enriqueciendo nuestro concepto. Pero nunca hemos de perder de vista el Todo, éste siempre ha de prevalecer sobre una simple suma de partes. Inmersos en una sociedad totalmente fragmentada, superespecializada, en la que todo tiene su sitio y todos estamos perdidos, necesitamos recuperar aquella unidad educando a las nuevas generaciones con una pedagogía distinta, que abarque al hombre en su totalidad. Una pedagogía que sepa encauzar de manera positiva la inmensa capacidad creadora del ser humano, frente a la mera imitación al servicio de una inmediata productividad en la que casi todos nos hemos educado; imitación mecánica para una sociedad mecánica, donde se perdió de vista lo importante hace mucho tiempo.

Mi olvidado ouroboros despierta de su letargo y recupera el protagonismo, resurgiendo de sus cenizas con un nuevo brío, pues, como supo Schiller, tras la tempestad viene la calma.

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