domingo, 14 de febrero de 2010

De Madrid a Lisboa (IV)

... Músicos ambulantes embriagan el oído, acordeones desperdigados por las esquinas junto a pobres perritos que sostienen el cubilete para las monedas entre los dientes, actuando de reclamo para viandantes de escaso seso. El elevador de Santa Justa nos alza sobre el Rossio para mostrarnos de nuevo una Lisboa desde arriba, frente al castillo de San Jorge que resplandece con las últimas pinceladas de sol. El hierro me transmite una fuerza que conozco bien, envuelve el ascensor en un encaje metálico de hilos perfectamente entrelazados, que arropa nuestro trayecto.

De nuevo el 28, esta vez nos invita a subir para recorrer las principales vías del centro desde su vientre de madera. Ahora desde un cómodo asiento, volvemos al castillo, la catedral y las callejuelas empinadas de la Alfama. Sonríen los balcones forjados a nuestro paso. Atravesamos la Baixa y otra vez arriba, esta vez al Barrio Alto. Y es que Lisboa, como Roma, se levanta sobre siete colinas. Lo que parece un corto trayecto se convierte en un interminable ascenso por las innumerables escaleras que salpican la ciudad. El Pessoa de bronce sigue allí, en la puerta del café A Brasileira. En mi última visita mochila en ristre, cinco años atrás, hacía allí una larga parada, periódico en mano, las suelas gastadas y el alma inquieta, tras patear una y otra vez las céntricas calles tratando de absorber cada detalle.

Escaparates que invitan a comprar, las mismas marcas que en cualquier lugar, pero zapatos como esos sólo aquí. Cuando era pequeña cruzaba con mi familia la frontera por Ayamonte, en un Ferry sobre el Guadiana. Ibamos en busca de mantequilla, toallas, porcelana...Aún vendían leche fresca a granel, y en las tiendas olía a pan recién hecho. Las mujeres portuguesas venían a España y volvían a su país con cubo y fregona en mano, imagen que me sorprendía considerablemente. Mi madre decía que los zapatos portugueses eran preciosos, aún recuerdo aquellos de charol negro con pulsera y pequeño tacón ribeteado con un hilo dorado, punta escotada y cuadrada. A mis 10 años me sentía como una princesa. No he vuelto a tener unos zapatos tan bonitos como aquellos. Unas deslumbrantes botas de ante morado y tacón alto de caucho me llaman a través del cristal de uno de los comercios. Están tan rebajadas... me las regalo para estrenarlas al volver a casa, y pisar el suelo de Madrid con un nuevo brío, fuerzas renovadas y corazón despejado.

Las meriendas en las pastelarias lisboetas son tan dulces como en cualquier otro rincón del país, paraíso de 'gourmandes' como yo. Quiero que los niños se impregnen bien de estos aromas que aún no han sufrido el mordisco de la globalización, y conservan esa impronta artesana que los hace únicos. Un delicioso té caliente con pastelillos para mantener el calor y aligerar el paso, aunque el clima aquí es ideal. Hasta 20º en pleno invierno. Tiemblo pensando en las nevadas que nos acechan en la Sierra de Madrid. Ese frío que cala hasta los huesos y que llevo tan mal, algún día me iré a vivir junto al mar, a un lugar de cálidas aguas donde poder sumergirme cada día, envuelta en el manto turquesa hilado con luz, embriagada con el sobrecogedor sonido que tanto se parece al silencio, aunque es tan distinto...


Fito y Fitipaldis - Que me arrastre el viento

De Madrid a Lisboa (I)
De Madrid a Lisboa (II)
De Madrid a Lisboa (III)

No hay comentarios: