jueves, 18 de febrero de 2010

De Madrid a Lisboa (y VI)

... El amanecer es espectacular con ese colosal horizonte. El río parece haberse elevado sobre las nubes, pues el cielo está espeso y morado, mientras el sol lo empuja tratando de hacerse un hueco. Las palomas parlotean sobre los tejados vecinos. Todos duermen aún. Me gusta disfrutar de estos momentos de soledad, ver cómo el día empieza a abrirse hasta que la luz me abofetea para terminar de despertarme. Ya hay agua caliente, la mañana discurre tranquila y empezamos nuestro itinerario visitando la Torre de Belem. Tantas veces la habré fotografiado... pero lo vuelvo a hacer, una y otra vez, como si fuera la primera. Este modesto edificio de piedra blanca, imperturbable frente a las inclemencias del tiempo, frente a las olas que lo corroen, coronado de pequeñas cúpulas pintadas de verde por siglos de humedad, me recuerda a aquel faro encaramado sobre escarpadas rocas, habitado por ese personaje solitario que en una época me habría gustado ser.
Rumbo a Cascais, no reconozco el paisaje. Ningún rastro queda en mi memoria de este trayecto que recorrí hace tantos años. Edificios de reciente construcción se apiñan en la costa, vistiéndola de ese aspecto anodino e impersonal de tantos sitios turísticos. Los niños quieren ver el mar, jugar en la playa, buscar conchas y chapotear con las olas. Los entiendo muy bien, no es un mero capricho, es una necesidad que nos embarga de cuando en cuando. Un puesto de caracolas con móviles de nácar que cantan con el viento nos saluda al llegar. Bulliciosas gaviotas danzan sobre nosotros. Los niños corren pletóricos a quitarse los zapatos, a mojarse los pies en la orilla. Pozos sin fin, ballenas y otras criaturas del mar desentierran bajo la arena. Descalzos, su vitalidad se hace aún mayor al recibir simultáneamente la influencia de los cuatro elementos. Ana y yo, sentadas sobre una barquita de pesca apostada junto a la pared del paseo marítimo, disfrutamos de un espacio sólo nuestro, de confidencias y escucha, de acompañar y ser acompañadas, disfrutamos de nuestra amistad.
De vuelta a la capital queríamos hacer parada en los Jerónimos, pero volvemos a toparnos con una multitudinaria manifestación. Esta vez de transportes. Como interminables filas de hormigas, cientos de camiones anegan las calles con atronadoras bocinas. El escándalo es monumental, el acceso al monasterio, prohibitivo. El cansancio empieza a pasar factura entre la tropa, parte de la cual se retira a descansar al nido,allá en lo alto. Los más intrépidos se vienen conmigo al centro, una vez más antes de partir. Esas calles que reclaman suela nos esperan. Gofre con helado y chocolate caliente, saben que no les diré que no. Me regocijo viéndoles comer, sentada en medio de la Via Augusta, observando a la gente pasar. Muchos españoles buscándose en un plano, senegaleses ofreciendo pulseras de la suerte, acordeonistas pasando el sombrero... hasta un vendedor ofreciéndome marihuana tan sigilosamente que no entiendo lo que me dice. Le despido con un 'no, gracias' sin saber lo que me ofrece. Todo un acontecimiento para Claudia 'Jo, mamá ¿es que a tí te tiene que pasar de todo?'. Busco un kiosco para comprar el periódico, el dueño me pregunta si vinimos por la manifestación de ayer, y terminamos hablando de las becas Erasmus. Necesitamos encontrar información para un trabajo de Maurice.
Callejeamos de acá para allá, el ambiente nocturno es acogedor e invita a quedarse. Un grupo de tunos alegra aquel rincón con su repertorio estudiantil. Luces naranjas ahuyentan la oscuridad y visten las fachadas de fiesta. Las tiendas de souvenirs exhiben postales, gallos de Barcelos, camisetas de fútbol y mil objetos más. Nos cruzan el paso varios jóvenes que corren con instrumentos de viento entre las manos, poco después los encontramos tocando en una calle adyacente para beneplácito general: los viandantes se unen a la celebración, un improvisado grupo de baile acompaña la música ¿quien querría ir a dormir? Niki corretea incansable por las zonas peatonales hasta agotar las fuerzas, Claudia lo lleva a casa sobre la espalda. Un breve descanso, mientras Maurice elige para su comentario la noticia de la concentración de enfermeros, y Dánae termina sus tareas para el cole. Para luego sumergirnos en la noche. Después de subidas y bajadas, idas y venidas sin encontrar la catedral que nos sirve de referencia, reconocemos el camino a seguir gracias a las vías del eléctrico, que nos llevan hasta el restaurante donde esta noche habrá fado para deleite de los turistas. Horas de espera, música más o menos desgarradora según quien cante. Maravillosa la guitarra portuguesa, en una animada velada que termina agotando a los pequeños. De vuelta al apartamento, enseguida se hace el silencio. Mañana nos espera un día duro, y el regreso siempre es más largo.

Despedida y cierre. Quién pudiera tirar la maleta desde arriba... Último desayuno en Lisboa, en el que fue nuestro barrio durante estos días. Las ´torradas' me devuelven el aroma de aquel viaje, de aquel 'no podrá ser más'. Las maletas se amontonan en el coche, los niños se acomodan y emprendemos rumbo a Madrid. Adios, querida Lisboa ¡Hasta la próxima!


De Madrid a Lisboa (I)
De Madrid a Lisboa (II)
De Madrid a Lisboa (III)
De Madrid a Lisboa (IV)
De Madrid a Lisboa (V)

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